Todos los años (o cada dos años) acabo un libro nuevo. El anterior
fue Charli en Wonderland, del que ya he puesto un par de trozos en estos
blogs –como este...–, y del anterior, Ojos
azules, que data de 2011, también he puesto por aquí alguna cosa (como esta o esta), pero
luego he finalizado otro que lleva por título El viaje del morisco. Es
un libro de 400 páginas en el que se cuenta una larga historia acerca de un tesoro
(¿es una partida de pescado podrido, una chica o un tesoro de verdad...? ¿O se
trata de abrir los caminos de Castilla a los nuevos transportes de aquellos
tiempos de la mano de los Taxis, acaudalada familia judía que ostentaba el
monopolio de los correos de la época?). Sea como fuere, pongo hoy este trozo que
sucede durante el principio del verano de 1601, primer año del siglo XVII,
cuando los protagonistas del viaje circulan desorientados por Castilla y acaban
por llegar a Valladolid.
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Habíamos
partido con cincuenta hombres y apenas nos quedaban treinta, pero Esteban opinó
que eran suficientes para manejar la impedimenta, y que el resto no constituían
sino un estorbo al que habría que alimentar sin ventaja alguna para la buena
marcha de la empresa. Además, los que habían desertado, eran en buen parte
desconocidos, criados que nos habían prestado para el caso Bartolomé y don
Joaquín, y no nos contrarió vernos sin ellos, de forma que, habiendo cumplido
lo que allí nos había llevado, volvimos de nuevo al camino que nos conducía
hacia el norte.
Fue en Medina es donde supimos que el rey
no acababa de partir hacia los reales de la cálida estación que se avecinaba, y
que la corte seguía en Madrid, por lo que, tras consultarlo con Germán y los
mayorales, nos encaminamos hacia aquella ciudad, en la que esperaba poder
deshacerme del resto de la mercancía, por la que transcurrían los días sin
cuento y en breve se encontraría tan deteriorada que difícil sería que alguien
la quisiera.
–No nos vendrá mal este trueque –dije a
Germán, que cabalgaba a mi lado–, pues aunque nos aparta de la ruta que
habíamos prevenido, nos va a permitir examinar el estado de este importante
camino real, el camino de Tordesillas a Madrid, que mucho han de recorrer
nuestros correos, según se me ocurre –y cuando por aquella plana superficie,
pues la vía que recorríamos se presentaba cuidada y sombreada por interminables
filas de álamos, hasta el extremo de parecer durante leguas un paseo más propio
de una gran ciudad, he aquí que tuvimos un encuentro que nos iba a enderezar de
nuevo en el primitivo trayecto.
El convoy que conducíamos había quedado
reducido a una veintena de carros que viajaban juntos, pues todos opinaron que
en tierras como aquellas no eran de temer las asechanzas de peligrosas y
nutridas bandas de salteadores. Recorríamos el corazón de Castilla entre
poblaciones de tan sonoros nombres como Olmedo, Tordesillas o Valladolid, y la
Hermandad se ocupaba de mantener expeditos los caminos, y durante algunas
jornadas no tuvimos encuentros dignos de mención, pero una tarde soleada, a lo
lejos, en la amable calzada carretera que recorríamos comenzó a pintarse una
nube de polvo que vaticinaba la presencia de un grupo al menos tan grande como
el nuestro, ¡y qué digo...!, pues resultó mucho mayor, decenas de carruajes
precedidos de compañías de caballeros, soldados de brillantes uniformes que
levantaban el polvo del suelo y al grito de ¡paso al rey! nos hicieron
apartar. Desde los bordes del camino observamos el transcurrir del cortejo,
numeroso de carrozas y carros cubiertos, cuyos conductores nos saludaron con
abigarrado tremolar de banderolas y gritos procaces, en especial desde que
vieron a las mujeres que con nosotros llevábamos, y no miento si digo que en
algunos de los más pesados carromatos pudimos vislumbrar extraños animales enjaulados,
algunos rugientes...
Uno de los emplumados capitanes, que
recorría las filas, se detuvo sudoroso un momento ante el grupo que a pie firme
formábamos Esteban, Germán y yo, y nos preguntó,
–¿Tienen sus mercedes agua? –y de
inmediato le alargamos un odre, del que bebió en abundancia.
–Muchas gracias, señores –nos dijo–.
¿Adónde se dirigen?
–A la corte –respondí.
–¿A la corte...? Pues llevan camino
equivocado. Dos semanas ha que la corte se encuentra en Valladolid, y allá nos
dirigimos con parte del equipaje real –tras lo que levantó la mano y azuzando
la montura tornó a su labor.
Al fin el cortejo se alejó, el polvo
reposó en el suelo y la calma de la luminosa tarde volvió por donde solía, pues
las mieses y los tiritones álamos se aplicaron en su melodioso susurrar, y las
blancas y algodonosas nubes en sus continuas transformaciones.
–¿Qué les parece a sus mercedes esta
revelación? –pregunté a quienes me rodeaban, el mayoral, Germán y algún arriero
que se nos había agregado–. Resulta que perseguimos fantasmas...
Nos contemplamos confusos, pero al fin
Germán dijo,
–Si su señoría no encuentra
inconveniente, creo que es de rigor variar nuestro rumbo, como lo haría un
barco en el océano. He tomado suficientes datos referentes a este Real camino,
y nada nos impide dejarlo y dirigirnos a donde parece que más nos conviene...
Durante los días finales del mes de
junio del año del Señor de MDCI, en el camino de Olmedo a Valladolid, la Vallisoletum de los clásicos, a las puertas y a la vista de
esta ciudad que nos recibe con salvas de cañonazos que sin duda festejan y
simbolizan la presencia del rey entre sus gentes
digo
que sus innumerables torres descuellan sobre los campos que la circundan,
extensas huertas y trigales, bosquecillos, riachuelos que corren de aquí para
allá como las acequias de Andalucía, todo ello la adorna de muy enfática
manera, y qué decir de las murallas, propias de ciudad de antaño... En las
afueras y a la vera del camino que a ella conduce encuentran su asiento
corraladas, barracones, posadas, casas de citas, unas encubiertas y otras
descaradas, paradores y simples tabernas que alivian la sed de los viajeros,
hornos de leña en los que se cuece el pan y ocasionalmente, cuando no todas las
tardes, se asan cabritos cubiertos de dulces hierbas. Valladolid, urbe inmensa
de largas calles soladas de piedra, sede ahora de la corte, según nos han
dicho, emporio del teatro y de los pícaros que aún no han conseguido llegar a
Sevilla ni pasar a las Indias, Babilonia de las Españas y revoltijo y ensalada
de judíos, moros y cristianos, Valladolid de las torres y las enaltecidas casas
de piedra plagadas de viejos blasones..., pues es esta una ciudad privilegiada
por la imprevista llegada del rey.
Las calles están atestadas y en seguida
se advierte el aire de fiesta. Después de dejar instalados los carros y dar las
primeras y aceleradas disposiciones, con prisa me he internado, seguido por
Esteban y Germán, entre la multitud que las puebla. A grandes zancadas hemos
recorrido las calles que llevan a la plaza mayor sin detenernos en ninguno de
los muchos lugares que nos han salido al paso, pues es harta mi prisa por
encontrarme en el meollo de las Españas y observar si es cierto lo que de ellas
se dice.
A este monumental coso hemos
accedido por una enlosada y plagada de gentes rúa que finaliza en enorme arco
ojival de piedra. Bajo él hemos pasado, y al fin desembocado en el más
sobresaliente lugar de la ciudad entre los soportales iluminados por la luz del
poniente sol que ilumina las fachadas, algunas de piedra labrada pero la mayor
parte revestidas de ocre tierra. La plaza es grande, muy grande, y está
ocupada, como las calles que la circundan, por un considerable gentío que sin
cesar se desplaza de un lugar a otro, allá van los jaques de puñal en cinto y
las hermosas, y los perros, en especial los mastines de luengas barbas y mirada
cansada y los ratoneros de noble cuna y aposento, perrillos a los que ha
sonreído la caprichosa fortuna y pasean majestuosamente prendidos de una
correa, y los criados que se aburren pero no separan el ojo de lo que deben
guardar, y algunas dueñas de redondas formas y costosos trajes, todos se
saludan y se contemplan, ríen y gozan y se convidan entre sí, es la fiesta perpetua
del atardecer, cuando el calor disminuye y los ociosos y dormilones despiertan
para dar principio a su jornada.
Nos detenemos en una esquina, y
entre el alboroto digo a mis acompañantes,
–Señores,
resulta obligado restaurar fuerzas tras la cabalgada que nos ha traído hasta
este ruidoso lugar. Propongo... –y no puedo terminar, pues Germán dice,
–En
lo mismo estaba pensando yo. Acabo de ver el establecimiento que sin duda nos
conviene. Acompáñenme sus mercedes...
...
y con premura nos conduce hasta el más ruidoso y atestado de los figones que se
asoman a las aceras, señalado por multitud de enhiestas cubas y a cuyo
alrededor se apiñan personas de toda edad y condición que gritan, escupen con
furia, beben y sin cesar expulsan los condenados humos azules de los ensalivados
chicotes. Los criados van y vienen de continuo con frascos repletos y enormes y
abrasadoras fuentes de barro que sin duda acaban de salir de algún horno, y los
grupos aclaman cada nueva y humeante aparición.
Conseguimos hacernos un hueco en
aquel campo de Agramante e interesar a uno de los atareados mozos...
[...]
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